De la multipremiada película Fresa y chocolate, de Tomás Gutiérrez Alea (con la compañía de Juan Carlos Tabío) tomamos un fragmento del excelente guión de Senel Paz dedicado a la Cena lezamiana o de Doña Augusta, de la novela Paradiso, de mi querido José Lezama Lima.
Para el almuerzo lezamiano me hizo venir de cuello y corbata.
El traje me lo prestó Bruno, que además me obligó a
aceptarle diez pesos, pensando que llevaba una chiquita a
Tropicana. La calidad excepcional del almuerzo, como decía
el propio Lezama en Paradiso, según supe después, se brindaba
en el mantel de encajes,
ni blanco ni rojo, sino colorcrema, sobre el que destellaba la perfección del esmalte blanco
de la vajilla con sus contornos de un verde quemado. Diego
destapó la sopera, donde humeaba una cuajada sopa de plátanos.
“Te he querido rejuvenecer —dijo con sonrisa misteriosa—
transportándote a la primera niñez, y para eso le he
añadido a la sopa un poco de tapioca...” “¿Eso qué es?” “Yuca,
niño, no me interrumpas. He puesto a sobrenadar unas
rosetas de maíz, pues hay tantas cosas que nos gustaron de
niño y que sin embargo nunca volvemos a disfrutar. Pero no
te intranquilices, no es la llamada sopa del oeste, pues algunos
gourmets, en cuanto ven el maíz, creen ver ya las carretas
de los pioneros rumbo a la California, en la pradera de los
indios sioux. Y aquí debo mirar hacia la mesa de los garzones”,
interrumpió su extraña recitación, que yo aprobaba con una
sonrisita bobalicona, pretendiendo que lo seguía en el juego.
“Troquemos —dijo recogiendo los platos una vez que tomamos
la estupenda sopa— el canario centella por el langostino
remolón: y hace su entrada el segundo plato en un
pulverizado soufflé de mariscos, ornado en la superficie por
una cuadrilla de langostinos, dispuestos en coro, unidos por
parejas, con sus pinzas distribuyendo el humo brotante de la
masa apretada como un coral blanco. Forma parte también
del soufflé el pescado llamado emperador y langostas que
muestran el asombro cárdeno con que sus carapachos recibieron
la interrogación de la linterna al quemarles los ojos
saltones.” No encontré palabras para elogiar el soufflé, y esa
incapacidad mía o de la lengua, resultó ser el mejor elogio.
“Después de ese plato de tan lograda apariencia de colores
abiertos, semejantes a un flamígero muy cerca ya de un barroco,
y que sin embargo continúa siendo gótico por el horneo
de la masa y por alegorías esbozadas por el langostino,
remansemos la comida con una ensalada de remolacha embarrada
de mayonesa con espárragos de Lubek; y atiende
bien, Juan Carlos Rondón, porque llega el clímax de la ceremonia.”
Y al ir a trinchar una remolacha, se desprendió entera
la rodaja y fue a caer al mantel. No pudo evitar un gesto de
fastidio, y quiso rectificar su error, pero volvió la remolacha a
sangrar, y al recogerla por tercera vez, por el sitio donde había
penetrado el trinchante se rompió la masa, deslizándose;
una mitad quedó adherida al tenedor, y la otra volvió a
caer al mantel, quedando señalados tres islotes de sangría
sobre los rosetones. Yo abrí la boca, apenado por el incidente,
pero él me miró con regocijo: “Han quedado perfectas —
dijo—, esas tres manchas le dan en verdad el relieve de esplendor
a la comida”. Y casi declamando, agregó: “En la luz,
en la resistente paciencia del artesanado, en los presagios,
en la manera como los hijos fijaron la sangre vegetal, las tres
manchas entreabrieron una sombría expectación”. Sonrió, y
feliz y divertido, me reveló el secreto: “Estás asistiendo al
almuerzo familiar que ofrece doña Augusta en las páginas de
Paradiso, capítulo séptimo. Después de esto podrás decir que
has comido como un real cubano, y entras, para siempre, en
la cofradía de los adoradores del Maestro, faltándote, tan sólo,
el conocimiento de su obra”. A continuación comimos pavo
asado, seguido de crema helada también lezamiana, de la
que me ofreció la receta para que yo a mi vez la trasladara a
mi madre. “Ahora Baldovina tendría que traer el frutero, pero
a falta suya, iré por él. Me disculparás las manzanas y las
peras, que he sustituido por mangos y guayabas, lo que no
está del todo mal al lado de mandarinas y uvas. Después nos
queda el café, que tomaremos en el balcón mientras te recito
poemas de Zenea, el vilipendiado, y pasaremos por alto los
habanos, que a ninguno de los dos interesan.
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